Francisco Javier González Martín | 18 de diciembre de 2019
En una democracia basada en la tolerancia, la libertad y el derecho, la izquierda es necesaria para corregir los abusos de la derecha, pero en España ocurre exactamente lo contrario.
Si en España no existe «derecha» es porque, una de dos: oficialmente, los partidos conservadores dicen ser «liberales», de centro derecha, todo menos su herencia, educación y sentimientos nacionales, que han perdido en esa tópica búsqueda del centro que una vez inventara de la nada Adolfo Suárez. Efectivamente, en España no existe la derecha y, sin embargo, se habla de ultraderecha. ¿No podría existir esta sin aquella, del mismo modo que existe una ultraizquierda porque existe la izquierda? En condiciones normales, en una democracia en la que los conceptos de tolerancia, libertad y derecho se vinculan mutuamente, la izquierda es necesaria para corregir los abusos de la derecha, pero aquí, en España, es exactamente lo contrario.
La izquierda se une en un Gobierno de coalición ante el avance de lo que ellos califican propagandísticamente de ultraderecha: Vox. Posturas que recuerdan a octubre de 1934. No se debe permitir el triunfo de las derechas en las urnas. ¿Por qué se han precipitado en formar un Gobierno de coalición cuando en el circo político que montaron en la minilegislatura pasada se negaron taxativamente a colaborar entre sí? Es el miedo ulceroso de ver una verdadera derecha, y que traducen, de forma maniquea, en esa idea de que ellos son los justicieros, los vengadores de la historia frente a los facciosos, los malos, los genocidas. Como si de una película spaghetti western se tratase.
El surgimiento de las auténticas derechas en elecciones libres y limpias es un escándalo. Ese es el ideal de tolerancia que sigue la izquierda progresista: el de destruir convicciones, símbolos, ideas, provocar al rival «a ver qué hace», «a ver si estalla”, «a ver si, frente a los insultos y la bofetada en una mejilla, da la otra» o recurre a la violencia fascistoide. Antes había un modelo comunista en la Rusia de Lenin, que por lo menos llegó a ser una superpotencia; ahora está la Venezuela de Nicolás Maduro y una imagen repugnante de repúblicas bananeras, en las que se centra el ideal de progreso de Pablo Iglesias.
Todo esto frente a un PP impotente, cuya burguesía liberal es igual de antisocial, egoísta, clasista y caciquil que la progre de izquierda, con la salvedad de que esta se demuestra más dinámica, y se mueve en un marco grande, dado que domina instituciones, Administraciones, incluida la universidad publica, una burguesía progre que vota indistintamente tanto a PSOE como a Podemos.
La burguesía se ha convertido en una lacra antipatriótica, una herencia de lo peor del pasado desde la Revolución francesa y de la que hay que separar o sustraer a las clases medias menos favorecidas; una burguesía que -ahora- no cree en la patria, ni en la nación-Estado ni en una conciencia territorial de unidad, que quiere vivir atrincherada entre sus bienes materiales, de manera muy mundanal, y regirse por lo que está al día de moda, obligando al resto a vivir como ella sin sus recursos, y que desprecia a quien está por encima de su condición socioeconómica, que prodiga la igualdad radical como los progres, incluida la del emigrante, pero que los desprecia, porque es tan racista como clasista, ya que odia la pobreza que representan.
El Partido Socialista ha vuelto del revés criterios que hace unas décadas nos hubieran parecido inverosímiles
De hecho, ningún José Luis Rodríguez Zapatero, ningún Pedro Sánchez, ningún Pablo Casado, que viven en lujosas urbanizaciones de Aravaca-Pozuelo, como el inquilino de Galapagar, van a prodigar matrimonios mixtos con «pateros» y otros miserables estafados, llenos de orgullo porque vienen con la idea de que tienen iguales o superiores derechos que los nativos del país al que emigran. Pero estas masas infectas solo son para la cría de guetos de clases medio-bajas, donde predomine el número a la hora de votar y no existan diferencias de cultura, de calidad de vida, porque se trata de rebajarlas a ellas y sus entornos, sus barrios, multiplicar los establecimientos de medio pelo, discotecas para latinos (sudacas, claro, los latinos auténticos vivían en el Latium), puestos de chinos por doquier, fruterías regidas por moros, en barrios donde el ruido y la suciedad aumentan sin parar, por no hablar de la delincuencia, las violencias machistas y las violaciones.
Muchos sin papeles y sin derecho a voto, porque la clase política, tan tolerante, aún no sabe qué hacer con ellos. Quizá haya que volver a un sentido aristocrático de la vida social, de retorno a la conciencia histórica, de unidad, de amor no a una idea, sino a algo tangible como es España, rehabilitar la sociedad, hacerla menos global y más europea.
Pero no hay freno para la izquierda que recibe el apoyo de la prensa extranjera, que nunca ha reconocido saber en serio cuáles son las peculiaridades de nuestra convivencia política, ni la historia de nuestra Democracia, una izquierda que ejerce su poder a expensas de todo lo legal (instituciones, personas, familias), convirtiendo lo malo en bueno. El Partido Socialista ha vuelto del revés criterios que hace unas décadas nos hubieran parecido inverosímiles, como la educación sexual en los colegios de parvulario, la guerra de sexos, la ideología de género, el feroz antifranquismo y antifascismo, odios reinventados para ganar por la propaganda y la furibunda ley de memoria histórica una guerra que perdieron en otras circunstancias, con el agravante de que aquellos jóvenes, hoy ancianos, que la hicieron se han perdonado y reconciliado.
Mientras que los analfabetos y sujetos que no saben ni vivieron aquello obligan a vivir aquello, tratan de revivirlo, amenazando con llevar a la cárcel a quienes se dediquen a decir lo contrario de lo que ocurrió realmente, exponiendo la verdad sobre la guerra y el franquismo, invirtiendo la realidad: pues son ellos quienes realmente divulgan el odio: los Zapatero, los Sánchez, los Iglesias, Rufianes, Torras, Puigdemont….etc., que andan sueltos y protegidos por las instituciones europeas, que evidentemente guardan algo en común: el desprecio a ese país del sur que es España. Quizá por ello se necesita una amplia reflexión y favorecer una derecha renovada.
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